Aplaudir, como señal de aprobación o júbilo, quizás sea una de las reacciones colectivas más comunes a la humanidad. Todos hemos aplaudido, casi como un efecto involuntario, cuando vemos la actuación de algún artista, la aparición de un político con cuyas ideas coincidimos, el triunfo de un deportista. Los etólogos – científicos que estudian el comportamiento – afirman que es una característica inherente al ser humano, comprobada a partir de la observación de bebés y chimpancés, que aplauden espontáneamente para demostrar contento, felicidad o emoción. Pero ¿hay una teoría definitiva acerca del aplauso? ¿Por qué aplaudimos?
Historiadores memoriosos ubican la costumbre de aplaudir en las civilizaciones griegas y romanas, pues se ejecutaba tras una obra de teatro, un juego en el coliseo o un discurso impresionante. Se dice que el emperador Nerón podía llegar a contratar a inmensos grupos de personas (hasta 5,000) para que aplaudieran, a cambio de una paga monetaria, cada vez que pronunciaba sus empalagosos discursos o entonaba sus insufribles canciones.
Lo cierto es que, desde el siglo I de nuestra era, hacer chocar las palmas de las manos, silbar y pisotear (todas acciones dirigidas a generar ruido) eran señales de un acuerdo masivo con respecto a algo. Con el correr de los años, esta costumbre se cimentó en el comportamiento masivo de casi todo el mundo (Occidente y Oriente) y hoy podemos encontrar formas y motivos diversos por los cuales aplaudimos.
Los antiguos romanos tuvieron un conjunto ritual de aplauso para las representaciones públicas, expresando diversos grados de aprobación: golpear los dedos, dar palmadas con la mano plana o hueca, o agitar el faldón de la toga, lo que el emperador Aureliano sustituyó por pañuelos que distribuía entre el pueblo. Poco a poco, estas costumbres se trasladaron a otras instituciones de la sociedad, como la Iglesia y posteriormente, la cultura popular contemporánea adoptó el aplauso como la máxima expresión de aprobación, en diversos contextos, aunque también existen algunas restricciones.
Por ejemplo, aunque el aplauso es común en los espectáculos artísticos, dentro del protocolo de comportamiento en espectáculos de música clásica, está prohibido aplaudir en los espacios de silencio que hay entre los movimientos de una suite o concierto. Esto está claramente interiorizado en el público asiduo a estos espectáculos y sirve como identificador de quien no posee esa cultura. Esto es, si usted va a ver una ópera y aplaude antes de tiempo, o en medio de un aria que aun no ha terminado, el resto del público sabrá de inmediato que usted no conoce la obra que se está representando.
Otro caso emblemático en el cual el público se abstiene de aplaudir es durante los partidos de tenis, para no desconcentrar a los jugadores. Salvo que sea el final de un set o del partido completo, las personas que saben cómo comportarse durante un torneo de tenis no cometen la imprudencia de aplaudir tras una jugada sorprendente o un punto muy reñido. Aunque en algunos torneos esto ha ido relajándose ligeramente, la costumbre aun se mantiene intacta.
Por lo general, las personas aplauden al inicio y final de un programa de televisión. A veces espontáneamente, a veces estimulados por el equipo de producción, para aumentar la sensación de que hay aprobación unánime. En el caso de los políticos o personas que suben a un estrado, el ser aplaudidas sin haber hecho o dicho nada constituye un reconocimiento a su trayectoria pasada, a sus logros y prestigio.
Actualmente, la cultura popular difundida por los medios de comunicación masiva han convertido el aplauso en moneda corriente, que los públicos regalan a personas que, muchas veces, carecen de talento alguno. La relativización de los conceptos “fama”, “talento”, “celebridad”, etcétera, han generado una situación según la cual se aplaude cualquier cosa. Quizás con el tiempo, aplaudir pierda la relevancia que antes tenía y se convierta en una costumbre que no responde necesariamente a la admiración que un hecho o personaje nos genere.
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